De palique con Kike 8

(Artículo publicado en revista ‘Ñaque’, Ciudad Real (España); nº. 15, junio 2000)


En el jardín de Sardonedo

Alguien escribió la palabra
Una voz la canta
Otro, simplemente perplejo, la escucha
Prodigiosamente, el verano se convierte en verano para todos.

         Con bastante calma, Kike, ‘mu remascaíto’, con todo el tiento y el tiempo que sean precisos, pero con esa brevedad que exigen esos hechos cuya vivencia te conduce a algo (a alguna reflexión, por ejemplo); con esta idea, pretendo seguir con el tema ese que tanto me preocupa, el del autor. De hecho, a esta carta-artículo le quería colocar, como a las dos anteriores, el título ‘¿QUIÉN TEME LA PALABRA DICHA POR OTRO?’, y agregarle [III]; pero no me he decidido a hacerlo así porque no quiero hablar hoy sobre nadie ni nada que le ponga reparos a ‘la palabra dicha por otro’; simplemente, no me apetece, ¡qué quieres que te diga! En cambio, me parece más atractivo el propósito de desentrañar la faceta encantadora de la obra escrita, por lo que he optado por ponerle a esta carta un título exclusivo para ella, resaltando la referencia al lugar, a Sardonedo, al jardín donde pasó el episodio real que hoy me dispongo a explicarte. No obstante, te advierto muy severamente que ‘de palabra dicha por otro’, del autor y su función, esta carta va. Del uso del texto, de su utilidad, de sus muchas posibilidades y del territorio donde se puede mover,  de algunas reglas del juego que nuestra relación con el autor, con el acto de utilizar su obra, bien sea para leerla, bien para interpretarla, ofrece y requiere.
         Te voy a hablar otra vez, si me lo permites, sobre el espectáculo que te comenté en el anterior ‘De palique con Kike’ y siento hacerme pesado. Como que sigue en dique seco -sin resucitar, ¡vaya!-, nada impide que te hable sin pestañear siquiera de su génesis, dejando a un lado sus frutos, de qué tipo de diálogo intenté entablar con el autor y de la agradable sorpresa que esta manera de enfocar el trabajo me deparó. Ya sé que te puede parecer que nos estamos apartando un poco del teatro escolar, que, al fin y al cabo, es el tema sobre el que gira nuestra conversación desde nuestro primer ‘De Palique con Kike’. Espero de tu fina intuición que acepte éstas como reglas generales que también afectan a la inmensa bóveda de nuestro querido teatro escolar. Te las expongo para que veas lo que puede dar de sí ese establecer un diálogo con el autor, más allá de lo que estrictamente proponga el texto que en la ocasión manejes y sin que te separes del universo personal de quien lo escribió.
         Para empezar (y para acabar  también, porque Martín, el director, decidió que se repitiera al final del espectáculo, lo que se dice en el mismísimo broche), propuse que la Chica cantase aquella nana que canta a sus hijos, Sara y Diego. No tiene los tintes trágicos que García Lorca destaca en su recopilación de nanas, pero contiene el elemento esencial del hallazgo: es auténtica, es la nana que entona la Chica en su casa, en su intimidad, para sus hijos. Por supuesto, la nana es flamenca y te recuerdo que la Chica es gitana.
Con este planteamiento, solo aspiraba a  ‘entablar un diálogo con el autor’ y, caso de que pudiera darse, entretejer y comprometer en ese diálogo a otras gentes y a otros medios artísticos con los que potenciar el espectáculo, proponiendo la aventura de otros espacios y elementos y ampliar nuestra experiencia. A partir de ahí y persistiendo en esta forma de ver las cosas, Kike, se me ocurrió que, ya que queríamos ofrecer un homenaje a Lorca, en lugar de pretender una demostración de  lo que éramos capaces de elaborar a partir de él, ¿por qué no revelar algo del reflejo que hubiese brotado del mundo o gran parte del mundo y de los personajes que su propia poesía ha dibujado?
         ¿Qué es lo que, a partir de sus poemas, ha generado el propio océano por el que sus poemas navegan? ¿Qué destello había producido el firmamento flamenco y gitano dibujado en su poesía, como respuesta, en el arte flamenco y gitano? Si yo fuera poeta, sentiría de manera muy especial el eco que de mi poesía, una vez lanzada, rebotase en el mundo que la había provocado.
         Indudablemente, no todo el espectáculo se podía basar en este enfoque, pero tú lo sabes, Kike, que esta forma de encarar las cosas a través del espejo de su razón de ser, como si me fuese dado –aunque sea consciente de que no- contemplar el proceso de creación del autor, contiene un aspecto que me subyuga, que me subyugó en aquel instante y que además viene al pelo para ilustrar la entrañable anécdota vivida en el jardín de Sardonedo sobre la que te quiero hablar.
         Estaba yo ya invadido por este propósito –me había dejado invadir por completo, desde luego- y algo intranquilo, Kike, dado que no sabía por donde hincarle el diente al asunto ni por donde iban a salir los tiros; te lo confieso. Ante mí, el material esparcido sobre la mesa del Jardín de Sardonedo, esperando que mis hijos (Roger y su mujer, la Chica) saliesen de la casa para emprender los ensayos (más que para ensayar, para ver por dónde empezábamos), cuando por la puerta trasera de la vivienda, la más antiestética, por cierto, asoma la Chica. Viene de bregar con pañales y desayunos y de arreglarse un poco; no va a descuidar su aspecto... Baja la breve escalinata y viene hacia la mesa jardinera. Extrañamente, anda como cuando hace suyo el escenario. Avanza meciéndose en el aire que se queda quieto, atónito, como si albergase un profeta. Nada de todo eso debe ser verdad de la buena, pero anda así cuando quiere, la muy ladina. Lo he notado en esas ocasiones especiales en las que ella decide constituirse en el centro de atención del episodio. ¿Qué episodio? El que ella decida, también. Llega a la mesa y, como quien no quiere la cosa, esparce su mirada sobre los libros abiertos o cerrados, discos, alguna partitura, que cubren incongruentemente toda la superficie de la mesa. Se sonríe como con guasa. Ya empieza a conocer y sufrir mi tozudez. Como si me hubiese preguntado, le respondo, balbuciendo del mismo modo que si me tuviese que justificar: ‘Mira, Chica, estoy preparando el material sobre el que creo que debemos elaborar el espectáculo: poemas de García Lorca, canciones...’ Sin más, fija su vista en aquel amasijo y, como si su mano fuera el estilete de un pantógrafo, señala la página de uno de los libros abiertos, exclama algo ininteligible y empieza a cantar: ‘La luna vino a la fragua, con su polisón de nardos...’ ¡Se puso a cantar, Kike, se puso a cantar! No sé si decírtelo otra vez: se puso a cantar, mientras leía ‘La luna vino a la fragua’, deslizando su dedo sobre la primera línea del primer poema del primer libro con el que se había topado sobre la desordenada mesa. Inflamándose en su voz  la palabra cantada y rompiendo algo en mis sentimientos.
         ¡Para qué te voy a contar, Kike! Mientras yo, estúpido de mí, intentaba complejos encajes y complicados filtirés al ritmo gris de mi cultura empaquetadita ella, entremetida en múltiples callejones de dirección única clasificándolo todo, la Chica, mi nuera y gitana para más detalles, no solo se sabe de memoria el poema, sino que lo canta, lo hace estallar en un inabarcable abanico de matices, devolviéndole al poeta ese eco del que te hablaba, allí mismo, en el Jardín de Sardonedo, sin otro intermediario que el cálido murmullo del verano, sin concederle mayor importancia, pero estableciendo con el autor ese diálogo o, por lo menos, proponiéndoselo, respondiendo a Lorca, a su bendita querencia hacia su pueblo desde ese ángel, la cultura en la sangre, en la voz, en el sentimiento que el poeta reclamara, diciéndole algo así como ‘Qué bonita suena tu palabra en mi voz, merced a la música flamenca y gitana que llevo en la sangre y que tú te dedicaste a ensalzar’.
         Vellos de punta, oye, de veras, y yo, con el privilegio de disfrutar de la escena, allí, en el Jardín de Sardonedo; sin haber pagado entrada alguna... que yo sepa.
No sé si te lo he comentado en alguna ocasión, Kike:  si la música de mis hijos, grabada debe sonar bien, mucho mejor sensación produce sobre un escenario, en directo; lo que ya es la repanocha es entre cafetito y copichuela, a pelo rotundo y sin adornos y, cuando siento que ya se salen del plato, es en los ensayos, porque a su calidez y calidad, se añade mi natural tendencia –que ya conoces tú mi debilidad- a eso, a gozar del proceso, del ensayo, de la elaboración. Mayor goce, o como mínimo de igual intensidad e interés que con la obra acabada, te lo aseguro.
         Es siempre para mí, un privilegio, aunque reconozco de difícil consecución, el disfrute de un proceso artístico y allí me fue concedido.
         Imagínate, Kike, que estamos hablando del poeta que predicaba la cultura en la sangre, que se había entretenido en definirla y entronizarla y lo que había quedado al descubierto en aquel lugar y en aquel preciso instante, es que de un poema que, como tantos otros, sobre el mundo gitano Lorca escribe, del propio mundo flamenco y gitano, nace una canción; un músico,  Ortega Bermejo, la compone, Camarón la borda y, de boca en boca o de disco en disco, -como tú quieras-, llega hasta la Chica para que ésta y cualquier otra la pueda devolver mezclada en su vida, sin descaro pero sin complejos, como parte de su persona, al margen de si el poeta pertenece o no a la Generación del 27 o cualquier otra consideración erudita. ¡Qué otra cosa mejor querría que me pasara si yo fuese poeta!
         Luego, sin darme tiempo a digerir la sorpresa, baja Roger como una exhalación, con su guitarra en ristre, acudiendo al reclamo de la voz de Chica y, en un santiamén ecuestre, se arma la Marimorena en el Jardín de Sardonedo... Suena Lorca por todos los rincones, buscando sus eternas resonancias entre extrañas y desconchadas paredes de adobe y tierra prensada, cabalgando sobre una hermosa música que él nunca pudo escuchar en vida, pero que, sin duda, es parte de él porque la ha propiciado. Hermosa respuesta esparciéndose por doquier, ¡digo!
         Es de eso de lo que intentamos hablar, Kike, cuando hablamos de entablar una relación con el autor al utilizar su obra y establecer unas reglas del juego para hacer y decir lo que y de acuerdo con lo que él manifiesta dentro y fuera de cada fragmento de su obra. Lorca poetiza el mundo flamenco y gitano; el  mundo gitano y flamenco compone la música para ese mundo recreado ya por la poesía y lo canta, lo desgarra en su voz; se lo ofrece en bello ritual al poeta, devolviéndoselo, en justa correspondencia, envuelto en concha de nácar y aires de palmas y yo, por pura chiripa, en un lugar completamente ajeno a estos rituales, me doy cuenta y, boquiabierto, lo disfruto; escucho y siento. Después... ¡Qué otra cosa puedo hacer que expresarlo como sé y puedo! Explicándotelo en una carta-artículo e incorporando en el guión del espectáculo ésta y otras piezas musicales que no tardaron en surgir durante aquellos días de ajetreo artístico en el Jardín de Sardonedo, colaborando en esa mágica actividad de la que hablábamos, colaborando a nuestra manera y con nuestros escasos medios al mostrar estos bellos testimonios, esas canciones con las que, sobre poemas de García Lorca, el propio mundo gitano, el descrito, el citado, el evocado en los poemas, se ha entretenido en edificar su arte.
               

Miguel Pacheco Vidal