De palique con Kike 3


EUFEMISMOS Y SUBTERFUGIOS


Eufemismos y subterfugios, Kike, en el Teatro, en la Educación.



                        Eufemismos y subterfugios para no decir y hacer las cosas tal cual son y deben ser y, bajo cualquier pretexto, no sentirnos obligados al esfuerzo de enderezar el camino, al de sincerarnos. No es nada extraño, parece que la vida entera es algo así o se conduce así desde siempre; por lo tanto, si el teatro consiste en una reviviscencia de la misma vida y la Escuela es o habría de ser eso, escuela de vida, es normal que ambos se tiñan de lo mejor y lo peor de la propia vida y, ¿por qué no? de lo bueno y de lo regular también, que es lo más habitual.
                        Yo, Kike, procedo de los años sesenta, en los setenta todavía chutaba algo y en los ochenta ya había perdido bastante fuelle. Tú, Kike, también procedes de aquellos años, pero lo del fuelle es en ti cosa completamente distinta: a ti no hay quien te sople el resuello. ¡Qué años! ¿Te acuerdas de vez en cuando? ¡Cuántas ingenuidades, cuánto voluntarismo! ¡Cuánta inseguridad, cuánto obstáculo por salvar, cuánta incertidumbre por esclarecer! ¡Cuánto lanzarse a la calle! Hoy día, tanto en el Teatro como en la Escuela, las cosas se han colocado en su sitio y el discurso científico y la profesionalidad se han ido afianzando. A las grandes soflamas, han sucedido la voluntad experimentadora, el esquema cuidadoso, la terminología precisa, la bibliografía extensa y detallada, también el currículo personal, etc. Ya no hay lugar para la improvisación, aunque se pudiese proponer dentro del campo de la propia doctrina de la improvisación. Está bien: serán los signos de los tiempos. En cualquier caso, solo echo en falta algo en todo este proceso; echo bastante en falta el corazón. Ya sé que así dicho puede parecer una afirmación algo ñoña, nostálgica, pero a mí me parece que, sin remover los escarbillos del corazón, sin ese calor, no hay sensibilidad de donde partir hacia las grandes singladuras de la Ciencia. ¡Vamos, me parece a mí!
                        Esta consideración te la endilgo, amigo Kike, así, de sopetón, porque hoy le ha tocado el sambenito de mi comentario a una técnica de las modernas, desarrollada durante las dos últimas décadas, envuelta en el cariño de los algodones y el alcanfor de una manifestación científica. Tú, que me conoces bien, sabes ya que me estoy refiriendo a la aplicación del juego de representación de roles y todas sus variantes en la práctica de la dramatización en la Escuela. Creo que ya hemos conversado sobre este tema en alguna ocasión. No es que considere nociva la práctica del juego de representación de roles, ni mucho menos. Entiendo que muy pocos procedimientos dramáticos pueden ser nocivos para la labor pedagógica y que casi todos constituyen una importante fuente de recursos. Solo intento discutir su preponderancia injustificada, ese aspecto que, a mi entender, intenta conceder a este juego una cierta primacía sobre los demás, por aquello de aparentar mayor soporte científico, lo que puede producir el efecto indeseable de relegar injustamente otras técnicas que, sin menoscabo del juego de representación de roles, yo considero mucho más interesantes y útiles, aunque comprendo que esto para otro puede que no sea así y que, encima, pueda tener razón; pero ¿me permites discutirlo?
                        Supongo que todos los lectores, sin excepción, de esta carta-artículo conocen al dedillo este tema, en tanto se trata ésta de una revista especializada. No obstante, por si las moscas cayera en manos de alguien ajeno a este mundillo, aclaro brevemente y antes de que huya espantado, que la técnica en cuestión consiste en una adaptación de la actividad dramática de cualquier colectivo infantil al procedimiento que propone un determinado comportamiento observable y muy observado en los niños, observación que nos ilustra acerca de algunas pautas utilizadas por ellos para resolver y organizar a la manera de juego más o menos espontáneo, un proceso de representación de la sociedad real en la que viven.
                        Es un juego muy valioso, no cabe ninguna duda, para el campo de la investigación y yo no digo que su utilización, en cierta medida, no sea asimismo provechosa, metidos en el terreno de la "intervención pedagógica" que, dentro del ámbito escolar, es el que más nos afecta a la gente del mundo de la farándula. Sólo pretendo aportar la opinión de que no parece acertado convertirlo en un referente global ni apoyarnos preferentemente en él para diseñar el método del ejercicio dramático a desarrollar en colectivos infantiles, por dos razones:
1. Por interesante que resulte, se trata tan solo de un comportamiento entre el infinito mosaico de comportamientos de un niño. ¿Qué es lo que justifica imponerlo como modelo de ejercicio entre todos los otros modelos posibles en un niño?
2. Es probable que no sea el único comportamiento infantil que se soporte en una estructura de representación, una intención dramática, que es lo que nos interesa en este caso.
2.1. Visto así, parece también probable que existan otras estructuras de representación distintas de las que se observan en la representación de roles y, por tanto, distintas de las que se aplican en las técnicas que se basan en este juego.
                        ¡Kike! ¿Estás ahí? No te muevas, por favor. Sigue leyendo como aquel que no quiere la cosa, que ahora viene el meollo. Ya sé que esta explicación se está haciendo un tanto hirsuta, pero es ésta una cuestión acerca de la que nos queda mucho por hablar a cuantos navegamos en la maltrecha nave que acoge la relación entre Pedagogía y Teatro. Parece una contradicción que, para hablar de una actividad tan amena y divertida como es el teatro escolar, tengamos que hacerlo desde la pasividad de un artículo y en forma escasamente entretenedora; lo que pasa es que, para poder tocar a fondo (sin eufemismos ni subterfugios, recuerda), hay que dar por sentado que cuando se busca comprender conceptos como la actividad y la diversión,  no todo puede ser ameno y activo. En algún momento tendremos que arremangarnos y reflexionar sobre este tema. O sea, ¡que aguanta y a lo de las dos razones!
                        Estábamos formulando ciertas preguntas que albergaban mis dudas sobre todo esto: ¿Por qué imponer un único comportamiento? ¿Hay más comportamientos infantiles con estructuras de representación distintas y que, por tanto, nos propongan un diseño diferente de ejercicio dramático con los niños? En primer lugar, observemos un par de características del juego de representación de roles.
A. El participante en el juego representa a otros personajes (Madre, médico, maestra, etc.)
B. No parece precisar público alguno para realizar su representación. La participación en el juego se circunscribe a los actores. Circunstancia que ha conducido a algunos entendidos en la materia a considerar nefasta la representación al público de cualquier trabajo teatral elaborado con niños.
                        El esquema, de acuerdo con estas dos características, es el siguiente:

                        Una vez establecido este cuadro y, si lo que intentamos es abrir el campo a otras posibilidades con el objetivo de intentar demostrar que el juego de representación de roles no es ni de largo el único comportamiento al que nos debemos remitir para diseñar la práctica teatral en la Escuela, se nos presenta el reto de buscar:
1) Otro comportamiento de nuestra infancia
2) que contenga también una estructura de representación
2.1.) y que esta estructura sea distinta a la que nos propone el juego de representación de roles.
                        Pero, Kike, nosotros no tenemos a nuestra disposición los medios adecuados para llevar a cabo una tarea de tamaña envergadura y menos por carta. Tendremos que auxiliarnos de alguna triquiñuela que nos ayude a buscarlo y habremos de disfrutar de cierta suerte para que podamos distinguir en él las características que nos interesan.
                        ¡Vamos a por uvas! Kike: en las puertas de tu casa -que tengo entendido que es de las de antes de la guerra- hay todavía alguna cerradura de las antiguas, como las del local donde ensayáis, creo recordar; de aquellas que tenían un agujero tan grande que se podía fisgar por él.



Si es así, ¿tienes grabado sobre la superficie de tu ojo -el tuyo, el de tu cara- el impacto refrescante de la tenue brisa que atraviesa el otro ojo, el de la cerradura?
                        Esta sensación grabada en la superficie de tu ojo, aparte de delatar que eres algo curioso o que en alguna ocasión lo fuiste y que tienes una buena memoria o, depende del ojo donde tengas grabada la sensación, que eres zurdo o diestro de mirada, nos viene a anunciar el camino (la triquiñuela) que, dentro de mis limitaciones en la materia y de la distensión coloquial propia de una carta-artículo como ésta, voy a seguir para intentar explicarme mejor, puesto que mi hilo argumental se va a basar también en una sensación corporal en nuestra memoria, con la pretensión de arrastrarla hasta el ahora y aquí y de reconocer con esa sensación, entre nuestros recuerdos, algún comportamiento diferente y diferentemente dramático en nuestra ya lejana infancia.
                        Para ello, voy a evocar un episodio que has podido vivir en tu propia niñez.
                        Una madre -quizás la tuya- está batiendo un par de huevos en la cocina. Acaso esté preparando una tortilla para la cena. Un niño -quizás su hijo; por lo tanto, tú, Kike- se ha echado al suelo muy aparatosamente, con los ojos cerrados, en el pasillo que recorre la casa casi entera a lo largo de varias puertas y que pasa también por la de la cocina. El niño se estira del todo y se hace el muerto. En su mente resuenan los sones que, insistentemente,  vienen de la cocina. Está esperando que cesen, que se inicie el ruido de castañuelas que suelen producir las chancletas que usa su madre para andar por casa y lo que venga a continuación, un grito, un gemido, un ay, aunque solo sea un suspiro que le dé a entender que ha conseguido su objetivo, impresionar a su madre, que ha conseguido engañarla por fin, después tantas y tantas tentativas.
                        Lo que no ha podido advertir el niño -tú tampoco lo hubieses advertido, Kike- es que por el otro lado del pasillo -aquel lado al que no estaba atento- avanza el abuelo, personaje señero donde los haya e ignorante por ahora del artificio dramático de su nieto. El abuelo avanza sigiloso, ahorrándose, como tantas otras cosas, la respiración, calzado con esas zapatillas de franela, insonoras quizás aposta, para poder sorprender in fraganti lo que se le ponga por delante. Mientras, desde el otro lado, el lado aparentemente correcto, el que le interesa al niño, continúa oyéndose el recalcitrante son de la cocina. ¿Tanto cuesta o tantos huevos quedan por batir o se resisten a ser batidos? De repente, el abuelo, que ha avanzado demasiado ya, casi choca con el niño. A punto está de caer por no pisarlo. Se rehace como puede, casi casi no lo mira y le espeta: "¡Quita 'pallá', que siempre andas con sandeces!" o algo así y, refunfuñando, prosigue su lento e insonoro camino.
                        Se aleja muy enfadado con el chaval porque por su culpa ha estado en un tris de darse de bruces contra el suelo. Sin embargo, se aleja calmoso, sin inmutarse lo más mínimo por el incidente del por lo menos desvanecimiento que le planteaba su nieto. No le ha afectado en absoluto el posible desmayo o, acaso, la mucho peor situación que el niño se esforzaba en representar.
                        ¡Pero qué ha pasado! ¿Qué ha podido ocurrir? ¿Tan mal estaba interpretando su papel? Muy mal lo ha debido hacer o el abuelo es un lince de los aúpa, que no ha dudado un solo instante que el niño estaba fingiendo, ni más ni menos. Pues, ni una cosa ni otra, Kike. ¡Acércate al niño y verás! El chaval continúa, ¡erre que erre!, metido en su simulación, impertérrito y sin aburrirse. Mírale con atención a la cara. Fíjate en sus ojos. ¿Te la habría dado a ti con queso? Seguro que no; te habrías dado cuenta también. Sus párpados tiemblan y eso le delata.
                        Lo que aquí importa, al menos me parece a mí, es la sensación de movimiento en los ojos que probablemente haya quedado grabada en la memoria de nuestro personaje; tu memoria, quizás, Kike. Esa es la triquiñuela de la que te hablaba al principio. Acaso, de mayor, podamos seleccionar entre sus recuerdos esta sensación corporal y la circunstancia que la produjo. ¿Te acuerdas de ese temblor en tus párpados, Kike, cuando fingías alguna situación similar en algún rincón de tu niñez? ¿Recuerdas esa sensación de consentido tembleque sobre tus ojos, como recordabas la impresión en el caso de la brisa que atraviesa la cerradura? Ese recuerdo es el que nos interesa, porque con él estamos reconociendo la existencia del comportamiento que lo produjo.
                        El motivo del temblor no es otro que el deseo de observar los posibles resultados del simulacro de desvanecimiento. Quiere ver 'con sus propios ojos' cómo consigue espantar a su madre. La cara que pondrá. Hasta qué punto su acción va a generar consecuencias en la persona que ha señalado para llevar a cabo su juego. No tolera perderse el acontecimiento y, por eso, solo entorna sus ojos, no los cierra del todo, arriesgando con ello toda su estrategia, todo su trabajo interpretativo, porque, entornando los ojos, los párpados tiemblan y, él lo sabe, eso le traiciona. Sin embargo,  pese al riesgo de que sea descubierta su estratagema, decide observar. Pero ese ya es harina de otro costal, un tema sobre el que podemos discutir largo y tendido y del que ya hemos hablado también en otras ocasiones (1).
                        De momento, ya hemos conseguido -o eso presumimos- la primera parte de nuestro objetivo en esta carta-artículo: parece evidente que, mediante nuestra inocente triquiñuela, hemos podido extraer del 'baúl de los recuerdos' otro comportamiento infantil que se basa en la representación; parece pues que hemos cumplido el requisito correspondiente a la primera razón que esgrimíamos. Luego el juego de representación de roles no es el único comportamiento infantil relacionado con la intención de interpretar. Ahora bien, analizando además este episodio comparativamente con el juego de representación de roles, a través de las dos características comprometidas en el esquema que hemos dibujado, puede que se nos antojen dos comportamientos completamente distintos, hasta la contradicción.
                        En primer lugar, ahora, en el juego que se trae en el pasillo, el niño se está representando a sí mismo, el presunto muerto o desmayado es él y no otro y, en segundo lugar, se evidencia que quiere tener público. Es más, no solo lo desea sino que lo elige y lo exige. Quiere que su público sea, en concreto, su madre; por lo que fuere,  se siente molesto cuando advierte que el espectador es su abuelo y tal vez mantenga su actitud de presunto desmayado, hasta que su madre intervenga en la acción, tal como nuestro protagonista imaginario tenía previsto, y siga esperando, estirado en el pasillo, conteniendo el aliento. Mientras, la madre, que, sin lugar a dudas, es la principal destinataria del experimento, ¡que si quieres arroz Catalina!, sin comparecer. ¿Te imaginas, Kike, una función teatral a la que no haya acudido el público y que los actores decidiesen esperar a que aparezca algún espectador?
                        Dejemos por un rato al niño, que siga metido en sus cavilaciones. Entretanto, nos dedicaremos a contemplar  la nueva situación con mayor detenimiento y con la ayuda de otro dibujo de trazas similares. Si, como decíamos,  nuestro protagonista, cuando se deja caer en el pasillo, se está representando a sí mismo y, si se sitúa en momento y lugar propicios para que le 'sorprenda' la persona por la que él quiere verse sorprendido y le añade a todo ello el ingrediente dramático, inquietante (desmayo, muerte, etc.) -que es para que alguien sienta inquietud por ello- mostrándonos deseos de que alguien le vea, es que está decididamente representando para ese alguien, por lo que quiere tener público. ¿No?  ¡Si o no, Kike! Por lo tanto, el esquema que estamos preparando sobre las dos dichosas características para, más adelante, intentar compararlas, puede quedar de la siguiente forma, en el caso de este juego, que un día me dio por llamar  'treta en el pasillo' (2):
 
                        Y, para proceder a la comparación que pretendíamos, solo nos resta superponer a este esquema el correspondiente al juego de representación de roles, con lo que se nos plantea un verdadero galimatías:

                        ¡Este niño no tiene formalidad en absoluto! ¿Es que lo quiere todo? Pues, posiblemente, sí. Al menos, lo que sepa y pueda querer. De cualquier forma, nos aclara algo; quizás nos aclara que no parece un camino correcto éste de crear un modelo de práctica -sobre todo, si además se pretende implantar de manera exclusiva- a partir de la observación de un determinado comportamiento, por más interesante y enriquecedor que éste sea, sin tener en cuenta la variedad de ellos que la conducta infantil ofrece; que no se puede esquematizar, aunque yo también lo haya hecho con la mera intención de desarbolar otro esquema.
                        Tú, Kike, sabes muy bien que no pretendo edificar ninguna teoría nueva que desbanque a otras ni me atrevo a descalificar ningún método al uso. De habérmelo propuesto, hubiese buscado un episodio que cumpliese las condiciones "Está representando a otro" y "sí necesita público", que vendrían a apoyar mi postura a favor del teatro de texto y probablemente lo hubiese localizado como probablemente me hubiese topado con alguno que cumpliese las condiciones "Está representándose a sí mismo" y "no necesita público" o, es más, que cumpliese todas las condiciones a la vez, con lo que el cuadro comparativo se vería desbordado por un embrollo de flechas en todas las direcciones posibles, dándonos a entender, aún más si cabe, que en este asunto no se puede andar con actitudes esquemáticas, cuando el niño nos está reclamando aprender un mundo entero que se le viene encima, a través del más amplio abanico posible de recursos y mecanismos como los que posee y regala el ejercicio dramático en la Escuela. No rechazo, de momento, ningún planteamiento, aunque creo que debo someterlo a crítica; sólo quiero señalar algunos excesos rituales monocordes que tienden a excluir por pura ocupación del espacio, por esa insistencia en demostrar un camino único, sin interferencias, sin mezclas, cuando el juego dramático es todo lo contrario, es una bola mágica, un caleidoscopio artístico de la expresión.
                        Este juego de la 'treta en el pasillo' es un juego sencillo que nos indica con su paradoja respecto al juego de representación de roles que no todo está claramente decantado hacia una opción y que aún queda mucho por hablar sobre el tema sin que nadie se lleve del todo la razón; ni los partidarios de la representación de roles ni los entusiastas del texto teatral, como me identifiqué en mi primer "DE PALIQUE CON KIKE" y en alguna otra ocasión (3). Entretanto, el niño, el protagonista de nuestra  'treta en el pasillo' sigue todavía estirado sin mostrar desánimo, comiéndose su impaciencia, una y otra vez, niño tras niño, generación tras generación, hasta que le quiten el pasillo como a ti y a mí nos están escamoteando todas las cerraduras de llave gruesa, una tras otra. Mientras, sucede algo inesperado: la madre, que debe de haberse apercibido de la treta, se ha acercado de puntillas hasta llegar junto al niño y, con tanta energía como suavidad y cariño, hunde su mano en el vientre del chaval, dándole un susto morrocotudo. Luego, todo se resuelve en franca risa, en alegre final, por el momento, hasta que el niño vuelva a intentarlo, entre juego de representación de roles y juego de representación de lo que sea o cualquier otro entretenimiento que se le ocurra.




Miguel Pacheco Vidal             



(1)       "Teatro y observación"; Cuadernos de pedagogía, núm. 144, Barcelona, enero 1.987.
(2)        "Treta en el pasillo"; Acción Educativa, núm. 81, Madrid, diciembre 1.993.
            "Ese suave temblor en tus ojos"; Acción Educativa, núm.  86, Madrid, enero 1995.
(3)        "Carta a una autora enferma"; Acción Educativa, núm. 90, Madrid, diciembre 1.995.